miércoles, 13 de enero de 2016

AMOR DESPUES DE TANTOS PLACERES (V2)


Después y en el presente y en el futuro solo queda el aire opaco de Cali, las tardes cansinas, las mañanas de domingo hastías, las noches de domingo acurrucados del miedo que se siembra siempre en ese mismo espacio de tiempo, pues en unas horas exiguas es levantarse y volver a morir un poco, entre escritorios entre sillas, entre ausencias de Sara, entre almuerzos baratos, entre tan poco amor, entre la guerra por sobrevivir. Tremenda forma de deshumanizar nos hemos ideado y la acogemos con obediencia no cerril porque el dinero transmuta moral y ética y alma.

Entonces Sara, aquí estamos, tú en el piso del centro de la sala con tus dedos finos levantando y acostando las paginas, yo supino sobre la segunda gaveta del armario, refugiado porque la vida da miedo; recuerdas cuando te lo dije, ahora lo repito, porque sigo siendo un cobarde, Sara. Quizás hoy, un día que no perece aun, borrar antaño no parezca una idea débil, poner el pie de hogaño con bota de punta de acero y salir a redondear los filos de las dagas que sobresalen de nuestras heridas.

Nos encontramos en las calles viejas de Cali, en los paisajes, en los pasajes, en las callecitas de cal de la Merced. Dos de la tarde. El día llora, el sol se derrama, el sol fabrica pecas, las nubes se evaporan. Yo te caí como el roció al clavel, la primavera termina en Cali; en Cali nunca hubo estaciones pero aun así termina, termina al terminarnos, las hojas fenecen en los adoquines de la Merced. Polvo de ladrillo para fabricar drogas, ahí quedaron nuestras huellas, nuestros pasos son aspirados por fosas nasales, como remembranzas que vuelan por conductos viscosos devoradores de recuerdos refugiados en la noche. Diez de la noche. Como si la hermosura pudiera evitarse, en tu rostro, en tus ojos ámbar, tus iris que atrapan zancudos prehistóricos, tu mirada que inyecta sangre, líquido vital de mi tiempo en la tierra, en tu rostro que es los murales de la Merced. Una de la mañana y caminas por los parques verdes y grises.

Vamos a un bar y pedimos un Martini, que sean dos, aceitunas en esa cantidad por vaso también. La ginebra calienta la faringe, te beso en la mejilla, luego en la comisura derecha de unos labios quemados al mediodía, te beso en el centro, abres un hueco, la puerta al nirvana, mi alabanza sempiterna, mi elegía los días de escisión.

Dos de la mañana, caminas en el borde epóxico de un andén húmedo, quieres resbalar y descansar en mis brazos, quieres que te rapte el rocío que ha salido toda tu vida de un rincón de tus ojos, llueven gotas como cuchillos de plata de numero atómico cuarenta y siete estallando en el asfalto. Dos tipos se acercan, corremos y ellos corren, un disparo al aire rompe el fascinante mutismo de la noche, tus tacones también. Hay un callejón, es el barrio el refugio, es un samán el árbol que nos sirve de almena. Los pasos se acercan, hay un olor salvaje a no nos hemos bañado desde el estreno de nuestra humanidad. Nos sorprenden por la espalda, agarran tu pelo y tiran tu cabeza hacia atrás, hay un cuchillo en mi cuello, aquel te lame las orejas y adorna el ambiente con una carcajada estruendosa, me vuelvo impetuoso y brota el calor de una línea tímida en mi cuello, acierto un puño en la quijada de uno, empujo a tu atacante, te tomo y corremos gritando auxilio. Son las tres y media de la madrugada. Cali huele a vómito y a bares cerrados. Uno grita que esas orejas son de él, su fábrica de cirios.

Saco la lengua para beber la lluvia. Juro entonces que te recordé una noche de plenilunio en la que caminaba y te hojeaba entre las frases de After Such Pleasures. Suenan las sirenas en la distancia, heraldos de la muerte.

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