domingo, 18 de noviembre de 2012

El despertar de los ángeles...

Amanecía, las ideas se fundían en el crisol de su pensamiento, abajo el verde tapete natural brillaba aceitoso por el rocío de la mañana. La aurora saludo a dos pequeños mirlos acurrucados bajo las ramas de un majestuoso ciprés mientras limpiaban sus plumajes uno a otro y buscaban insectos para alimentar su ego terrenal. El helado viento matutino penetraba hasta los huesos de los más abrigados, haciendo salir con cada exhalación una bocanada de aire mentolado blanco que se perdía en la lejanía del cenit.

Las delicadas gotas de escarcha en las ventanas brillaban como finos diamantes al acariciar los rayos del sol y avergonzadas cada una de su desnudez natural se apresuraban a deslizarse lentamente por el vidrio hasta morir en el marco inferior.

A primera luz los buses escolares sonaron sus frenos de aire y la sonrisa nerviosa de los estudiantes se dibujo en sus rostros expectantes y amargados, deseosos de finalizar el día. William cerro sus ojos, tomo una bocanada de aire y respiro un poco de la esencia del universo. Pensó: hoy si le diré, hoy si le diré…. Recorrió el largo pasillo de la casa medio alumbrado por la luz del alba, eran las 6 de la mañana. Abrió la puerta de su casa y paso bajo el dintel de la puerta saludando al viejo samán que se posaba imponente ante la fachada del edificio. Empezó a caminar, el suave céfiro hacia flotar sus cabellos como en una danza mística hacia el sol, vio salir algunos de sus vecinos, esos mismos que habían vivido toda la vida junto a el pero que aun no conocía, que ironía pensó, nosotros mismos nos encargamos de cerrar nuestros corazones y de hacer nuestra propia fortaleza de soledad y olvido. Siguió caminando, vio en la copa de un árbol a dos palomas jugueteando y entonces se dio cuenta que solo los humanos buscamos alejarnos, los animales en cambio no se gobiernan por el orgullo y se guían por su corazón. Las aves volaron juntas hacia la eternidad del cielo azul naranja en el momento que el muchacho pasaba debajo de aquel árbol, entristecido y con las manos en los bolsillos pensando que el amor es la sangre y las venas la vida. William siguió caminando con un solo pensamiento en su mente, llego a un cruce y se paro en el borde del andén a esperar la oportunidad de pasar. Bajó su mirada y vio un charco en la calle, notó su reflejo en la mezcla irisada de agua y aceite y pudo ver sus dos alas, - esas que tenemos todas las personas y que cuentan la historia de nuestras vidas - una de sus alas estaba rota, fue cuando dejo de creer en el amor, la otra estaba sana pues representaba la esperanza perenne e imperecedera. Alzó de nuevo su rostro y distinguió sorprendido al otro lado de la calle su razón, era Emily, la miro de soslayo y sintió un profundo miedo en su corazón, como cuando se sabe que estas muerto en vida sin ella, como si el tiempo y el espacio y el universo susurraran su nombre sin descanso. Emily esperaba en la esquina sin haberle visto, sus alas se erguían altas y brillantes hacia el edén y su tersa piel nacarada era el estuche perfecto para tan divina persona. Sus ojos brillaban como si nada malo pudiera pasar, su cabello caía suavemente sobre sus hombros formando una onda como las olas del mar, sus labios llamaban al crimen y su voz era un canto de sirenas. Al otro lado de la calle William musitaba: le diré, le diré, cada emoción, cada temblor. Se conocían hace cuatro años pero el miedo les había robado el tiempo. Se dirigió a su encuentro, empezó a cruzar la calle tan ensimismado y nublado que solo oyó un grito y luego el ruido rechinante de unos frenos……... el mundo dio muchas vueltas y su mejilla izquierda beso el pavimento. Mucha gente se amaso a su alrededor, sintió un liquido caliente y espeso recorrer su cuerpo, vio llegar a Emily entre la gente y entonces, con una sonrisa casi lúgubre en su rostro sus ojos se apagaron para siempre.

El sacerdote decía las últimas palabras, al fondo de la capilla una corona de flores entrelazada con una cinta violeta decía en letras doradas: “a la memoria de William”, en los rostros de algunos familiares y presentes se asomaban algunas lágrimas por debajo de las gafas oscuras.
Emily estaba parada en la parte trasera del recinto, las baldosas negras y melladas del templo hacían juego con el rimel que se corría de sus ojos deslucidos, su voz estaba temblorosa y un poco ronca, en su cara se dejo ver la tristeza del que tiene un asunto pendiente sin solución y en sus labios tan solo se mecían las mismas palabras una y otra vez: por qué no te dije, por qué no te dije…te amo.
Emily dejó el oratorio, empezó a caminar sin rumbo y en un descuido tropezó con una roca y cayó al suelo, cuando se levantó sobre sus manos vio un arroyo a menos de un metro, se acercó para lavarse la cara y entonces vio una de sus alas rotas.

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