El tiempo que nos queda (Parte 3)
- Creí que ibas a seguir durmiendo por semanas – dice con una sonrisa en su rostro.
- La curiosidad es un instinto tan básico, tan solo necesito respuestas, ¿por qué me traes hasta tu casa y me cuidas sin conocerme? – inquiere Lois.
- Sabes, ayer iba a terminar con mi vida, y creo, que a ti también te estorba un poco. Cuando te encontré deje de sentirme sola por un instante, alguien más entendía mi situación, es algo así, un sentimiento de consuelo; ¡pero alégrate!, algunas cosas es mejor no saberlas a fondo – dice estas ultimas palabras mientras hace girar una rebanada de pan tostado en el aire en un gesto de ternura – soy Samanta, un placer conocerlo, “señor esperanza”, aquí vas a vivir por un tiempo.
- Lois, es Lois.
Por la tarde, Lois sale del apartamento, ha decidido quedarse a vivir con ella un tiempo, casi como si se lo hubiesen ordenado. Desciende las escaleras de caracol hasta el primer piso del edificio, empuja las puertas de cristal y su cuerpo es golpeado por el silencio de la calle. Camina despacio con las manos dentro de los bolsillos por el centro del callejón solitario, una senda estrecha entre dos hileras de edificios altos que se extiende por un kilómetro hasta conectar con la avenida principal. Un copo de nieve llega hasta el torso de su gabán, Lois levanta su barbilla hasta posar su mirada en el cenit y sus ojos logran ver un espectáculo precioso de frías partículas níveas que se precipitan desde el cielo, aprieta sus parpados, abre sus brazos en toda su envergadura y camina con las briznas de nieve vistiendo su rostro; respira profundo el gélido aire hasta dejar henchidos sus pulmones, entonces exhala todas sus preocupaciones.