lunes, 26 de octubre de 2015

El corazón de la ciudad...


Alguna vez hubo una ciudad, estoy seguro, lo cuentan los viejos. Entre las montañas nacidas del fuego y del agua se alzaban en el centro del cuenco las casas bonitas de barro, de ladrillo y guadua, construcciones variopintas hechas con manos de amor, no de negocio. Entonces, se alargaban las sombras de las tejas azotadas por el sol que se escurría entre los arcos de los farallones y el cielo se tornaba azur por el reflejo lejano de las costas de Buenaventura. Todo era buena vibra y ritmo de timbal. En el centro se amasaban las gentes para comenzar su día con la vela de un café, ahí en la plaza de Caicedo con su panorama terracota palpitaba joven el corazón de la ciudad. No había aparecido para entonces el otro corazón, el de la ciudad tipo Joseph Conrad, el corazón de las tinieblas, “The Horror! The Horror!”. Pero eso es historia para más adelante.

Cómo decía, alguna vez aquí hubo una ciudad. Enterrada bajo tanta placa de cemento roto, intentando surgir; por eso, en las calles abundan cráteres. 
Cuentan que la locomotora del tren del pacifico retumbaba al cruzar la ciudad, con sus gritos, sus lamentos, y los niños se colgaban de los vagones mientras sentían el abrazo del viento tibio por su cuerpo. También, había una iglesia cerca de un rio que parecía un pastel de bodas, todavía lo parece, sin embargo, se pierde entre el ruido, el tráfico, la contaminación y los afanes.

Como quisiera decirle a cada persona que desacelere y mire el horizonte, y contemple la línea montañosa que se dibuja negra en contraluz al término de la tarde, pero donde hubo una ciudad ahora solo queda odio. 

Tengo un cuchillo perforando mi tórax y un hilo de sangre escurre por mi abdomen, la gente pasa, los buses pasan, las cámaras filman, se toman fotos, pero nadie se compadece, nadie busca ayuda, nadie reacciona de forma humanitaria; solo queda odio aquí. Fue el smoke, fue la pobreza, el transporte público. Fue la mamá y el papá que malcriaron, el gobierno, la inflación. Puedo ver a los niños del pasado colgados de carteras, puedo oír su boca sucia, puedo caer de rodillas lento, como en cámara lenta.

Gira a lo lejos la sirena de una ambulancia, aúlla otra por un camino alterno, y otra. Ya viene el rescate; no por amor, por negocio. Puedo ver las nubes esponjosas cara arriba en la camilla, ruedo entre un callejón de gente. Puedo ver un cielo contaminado y escucho en delirios al humo que sale rugiendo de las chimeneas industriales, a la bala que come carne, el sonido de los cuerpos al desplomarse; y entre la penuria y la desesperanza: el llanto del bebe quemado por la primera luz de vida, la risa de los niños bajo la lluvia, el sonido de un beso, las lenguas que chocan, el barrido de un paladar áspero, los gemidos del sexo, los suspiros del amor, la última bocanada de un héroe, la fiesta del sacrificio. Puedo escuchar al negro antiguo primigenio golpeando los tambores del Pacífico, la alegría verdadera, la del alma, el estado puro que nunca alcanzaremos.

Somos una ciudad construida sobre ruinas, embrujada. Todo tiene su precio, pero es mayor cuando te has hundido a ti mismo.

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