Algunos lustros después acaecidos en sus vidas, aquella
niña seria otra lumia de pie en la zona comercial. Con los ojos apaciguados y
sin ni siquiera un pequeño destello o favila de libertad, vendía sus piernas
esbeltas a hombres que le recordaban a su padre. Lois nunca lo sabría, pero el
pudo salvarla; como otros tantos que tan solo miraron sin actuar.
Ni él, ni Samanta la volvieron a ver. Después de aquel
día, cuando Samanta lo arrastro hacia el segundo piso mientras él resbalaba la
mano por la barandilla lustrada con aceite de limón, ellos la olvidaron al
pasar unos cuantos minutos. Lois cerró la puerta con su pie, rodeo la cintura
de Samanta y la beso en la nariz. Era un gesto fino pero no decía nada. Ambos
pensaron en sus demonios, en llevarse a la cama, sin embargo pasaron el resto
del día sobre el canapé escuchando música. Samantha se durmió sobre su pecho y
él se desvelo desenredando sus mechones hirsutos.
A las tres de la mañana, tan descansados de dormir que
estaban ahítos de hacerlo, salieron a pasear por las calles iluminadas por un
precoz amanecer que aun no terminaba de espabilarse. Miraron vitrinas e
hicieron equilibrio por los bordes de los andenes que brillaban reflejando las
luces de los faroles. Pasearon por un parque esquivando cobijas arrinconadas en
forma de personas y se sentaron en un banco de cemento a dibujar en las nubes,
a dejar despegar la imaginación como cambuchas dominadas por el viento. Se besaron,
esta vez de verdad; y corrieron y saltaron y dieron un poco vueltas y se
halaron de las solapas para besarse más. Era para ellos, un día de olvidar y sonreír.
Es que después de todo la vida a veces tiene algo de sublime.