Se arrastra entre lo sagrado, blasona que puede morder y herir
pero se esconde en cada gaveta. Amén de ello, podríamos entender la nostalgia
como el hecho particular y aislado compuesto de briznas de “hubiera podido” o
de intentos y persistencias; esa mariquita que hace barrenas en el hipotálamo
los minutos antes de dormir. Salta del
cajón la lagrima de la oportunidad perdida, del París que nunca llega, de la
noche estrellada obnubilada por el bombillo solitario de cada habitación. El
citano y el zutano tampoco lo logran, consuelo apenas. A lograr, amanecer en
una cama extranjera y no sentir el deseo imperioso del regreso, propósito en
toda arista de cada existencia, el volver al amor, a la infancia, al helado de
chicle, al mohín de nausea al apio, a la fé; a la época brillante en que el
sueño se gestaba, no ésta, en que el cajón ya tiene su tapa y sus puntillas.