Alguna vez hubo una ciudad, estoy seguro, lo cuentan los viejos. Entre las montañas
nacidas del fuego y del agua se alzaban en el centro del cuenco las casas bonitas
de barro, de ladrillo y guadua, construcciones variopintas hechas con manos de
amor, no de negocio. Entonces, se alargaban las sombras de las tejas azotadas
por el sol que se escurría entre los arcos de los farallones y el cielo se
tornaba azur por el reflejo lejano de las costas de Buenaventura. Todo
era buena vibra y ritmo de timbal. En el centro se amasaban las gentes para
comenzar su día con la vela de un café, ahí en la plaza de Caicedo con su
panorama terracota palpitaba joven el corazón de la ciudad. No había
aparecido para entonces el otro corazón, el de la ciudad tipo Joseph Conrad, el
corazón de las tinieblas, “The Horror! The Horror!”. Pero eso es historia para
más adelante.
Cómo decía, alguna
vez aquí hubo una ciudad. Enterrada bajo tanta placa de cemento roto,
intentando surgir; por eso, en las calles abundan cráteres.
Cuentan que la
locomotora del tren del pacifico retumbaba al cruzar la ciudad, con sus
gritos, sus lamentos, y los niños se colgaban de los vagones mientras sentían
el abrazo del viento tibio por su cuerpo. También, había una iglesia cerca de un
rio que parecía un pastel de bodas, todavía lo parece, sin embargo, se pierde
entre el ruido, el tráfico, la contaminación y los afanes.
Como quisiera
decirle a cada persona que desacelere y mire el horizonte, y contemple la línea
montañosa que se dibuja negra en contraluz al término de la tarde, pero donde hubo una ciudad ahora solo queda odio.
Tengo un cuchillo perforando mi tórax y
un hilo de sangre escurre por mi abdomen, la gente pasa, los buses pasan, las
cámaras filman, se toman fotos, pero nadie se compadece, nadie busca ayuda,
nadie reacciona de forma humanitaria; solo queda odio aquí. Fue el smoke, fue
la pobreza, el transporte público. Fue la mamá y el papá que malcriaron, el gobierno, la inflación. Puedo ver a los
niños del pasado colgados de carteras, puedo oír
su boca sucia, puedo caer de rodillas lento, como en cámara lenta.
Gira a lo lejos
la sirena de una ambulancia, aúlla otra por un camino alterno, y otra. Ya viene
el rescate; no por amor, por negocio. Puedo ver las nubes esponjosas cara arriba en la camilla, ruedo entre un callejón de gente. Puedo ver un cielo
contaminado y escucho en delirios al humo que sale rugiendo de las chimeneas
industriales, a la bala que come carne, el sonido de los cuerpos al
desplomarse; y entre la penuria y la desesperanza: el llanto del bebe quemado
por la primera luz de vida, la risa de los niños bajo la lluvia,
el sonido de un beso, las lenguas que chocan, el barrido de un paladar áspero,
los gemidos del sexo, los suspiros del amor, la última bocanada de un héroe, la
fiesta del sacrificio. Puedo escuchar al negro antiguo primigenio golpeando los
tambores del Pacífico, la alegría verdadera, la del alma, el estado puro que nunca
alcanzaremos.
Somos una ciudad
construida sobre ruinas, embrujada. Todo tiene su precio, pero es mayor
cuando te has hundido a ti mismo.